domingo, 12 de octubre de 2008

JUAN T…


Rudos, sombríos, dos hombres avanzan con dificultad por un descampado donde una luna luctuosa desmadeja su luz. A sus espaldas las ruinosas construcciones de Monte Rosso, las cúpulas de los edificios semejan garras abalanzándose sobre los rebordes de la noche. Uno de los forajidos carga un bulto fláccido. Es un hombre.
-¡Abrí la tapa de una vez, que éste pesa¡- La luna se detiene con insistencia en el hoyo con su profundidad de sombras, al levantarse la tapa. -¡Andá nomás a ver si te sosegás y entrás en razones, a ver si resistís la bocanada de la muerte, ¡carajo¡- dice el otro, empujando el bulto. La tapa se cierra y fuera de la infinita negrura queda solo el grito erizado, purpúreo que se desliza en el aire como una saeta, retumbando en las celdas de Monte Rosso, donde los insomnes durmientes cierran los ojos hasta los huesos del cráneo para no escuchar.
-Juan T…, ahora soy Juan T…- se dice mientras cae en cámara lenta en las fauces de las sombras gelatinosas que lo estrangulan. Se abraza a la manta que cae con él. En posición de animal agarrotado, sin registrar el tiempo sucedido se incorpora buscando algo, desafiando sombras encuentra un muro de granito, pasa las manos por las asperezas de la pared. – Aquí hay una ventana- decide con voz fuerte, un repiqueteo en su interior proclama: ahora sos Juan T… en busca de la luz.
En ese no tiempo se queda mirando la pared, donde comienza a refulgir un punto que se agranda hasta transformarse en un ventanal de traslucidos vidrios. Afuera hay un modesto jardín, canteros con flores, un árbol y un cerco de ligustrina de prolija forma, una puerta de madera y un camino serpenteante. Apoyada en el cerco una bicicleta.
El sol del mediodía brilla con intensidad, una mujer con pollera floreada rastrilla las hojas del otoño, un perro juega a su alrededor ladrando con alegría.
El perro se acerca al ventanal moviendo la cola, la mujer vuelve su rostro sonriente y lo saluda, lo invita a salir, con el gesto le indica el lugar donde está apoyada la bicicleta. Por un momento desaparece para volver con ropa que deja junto al ventanal y lo insta a salir de allí. Vacila, pero se decide, rápidamente cambia sus harapos malolientes y ensangrentados por la ropa limpia, dejada por la mujer.
Corre hacia la bicicleta, sabe que es Juan T… y que en el bolsillo interior de su chaqueta hay un documento con ese nombre, dinero y pasaje para el barco amarrado en el puerto marítimo, al final del camino.
El sol y el salado aire del mar le devuelven el color y la compostura. Sube a la bicicleta, mira hacia atrás y saluda a la mujer de pollera floreada que le devuelve el saludo.
Los hombres rudos, sombríos, son sancionados y serán investigados, el coronel a cargo de la unidad de detención clandestina de Monte Rosso, donde los insomnes durmientes ahogados en el silencio, cierran los ojos hasta los huesos del cráneo para no escuchar los gritos de la sangre desparramada, no cree en absoluto que León Seijas, el escritor subversivo, haya podido escapar del hoyo en el estado en que se encontraba, sin ayuda.
De él sólo quedaron en el lugar, sus ropas.

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