domingo, 12 de octubre de 2008

Diario

Día uno: tal vez martes en una hora salida del tiempo

En mi ojo izquierdo, en el ángulo derecho, insignificante espacio, acontece un extraño suceso: territorios en brumas giran a contramano.
El ojo derecho, ojo del águila, exige desenredar el ala de los túmulos de la mierda.
Acuosas tempestades y soy la mirada clara que vuela sobre la insignificancia.

Día dos: aterrizando en la mañana, pueda que sea miércoles

Hay demasiadas lágrimas en los valles del paraíso. Recuerdo mi adolescencia: mi jodida adolescencia, repleta de dones y yo una náufraga. Una extranjera que leía a Vallejos del que solo recuerdo el comienzo de un poema “Pobre el hombre…..”sí, pobre el hombre esgrimiendo luchas, creando rejas, atando alas, muriendo vidas por sus extrañas ideas. …..Miro el gato y suspiro, una larga envidia de pelambre acariciada, de sangre entregada al tibio sol del invierno, me ataca.

Día tres: otra vez la mañana con el lerdo gesto del despertar. Después averiguo que es jueves.


La mañana es un pájaro
que canta para mí
el alma
un espacio abierto
color arcángel

Día cuatro , creo que es viernes
Transito lloviznas
Mediodía gris
La calle un espejo opaco
Encuentro el silencio.

Día cinco: tendría que ser sábado pero como el viernes, los días fueron otros. Los desalojados del tiempo.

¡ No puedo vivir entre cadáveres, que asco! ¿ acaso no seré yo también un cadáver? No, me basta apoyar los pies, mi sagrados píes en la tierra para sentir como ella se despereza en mis entrañas.

Mi eterna compañera me muestra
Pupilas huecas abiertas a la nada
Huesos que se apilan uno sobre otros
Espaldas dobladas por bultos ancestrales
La bruja desdentada me obliga a mirarla
Ríe………ríe…….siniestra
Alarga sus dedos rasga velos
La vida blanca baila junto a ella

Nada es tan importante
Todo es parte de lo que si es importante
Día 6 : ES DOMINGO
Desperté pensando en recuperar mis herramientas: mi pluma, mis libros sagrados, mi baraja, mi religión del árbol, mi Jesús pagano. Ascenderé al silencio, mi lugar secreto, con mis animales y volveré a ser mi poder.
Ayer el mar vivió en mi cocina, con sus aromas más profundos
En lo hondo de una olla panzuda, aceite dientes de ajo dorándose color piletabenavidez en los primeros días de primavera. Espolvorear con ají molido y precipitar el perejil recién picado salpicando el ambiente de verde color, verde olor. Rojo el tomate y el pimiento se disputan en una danza sin fin la predominancia del color.
Los calamares y los mejillones comienzan a hervir y huelen a marrón yodado que las olas traen a la playa, son arena áspera alborotada por el viento sobre mi piel. Son sal en mis labios cuando me hundo en el hueco de las olas. Es el sol ardiendo en el frio de la noche del verano y mis pasos desbocados sobre la arena húmeda de un atardecer lujurioso inmerso en la realidad de Dios. Cuando están en su punto, tierna carne rosada, caparazones abiertos con promesa de arenisca resolviéndose en la boca, son entregados a la salsa humeante.
Después la recurrente gracia de todos los días, la desperdiciada bendición del sabor y el aroma, la felicidad de paladear, la felicidad de la comida compartida.

Es la noche: Mi alma es un vado iluminado por su presencia.

De la tierra herida
Emergerá un corazón de luz





JUAN T…


Rudos, sombríos, dos hombres avanzan con dificultad por un descampado donde una luna luctuosa desmadeja su luz. A sus espaldas las ruinosas construcciones de Monte Rosso, las cúpulas de los edificios semejan garras abalanzándose sobre los rebordes de la noche. Uno de los forajidos carga un bulto fláccido. Es un hombre.
-¡Abrí la tapa de una vez, que éste pesa¡- La luna se detiene con insistencia en el hoyo con su profundidad de sombras, al levantarse la tapa. -¡Andá nomás a ver si te sosegás y entrás en razones, a ver si resistís la bocanada de la muerte, ¡carajo¡- dice el otro, empujando el bulto. La tapa se cierra y fuera de la infinita negrura queda solo el grito erizado, purpúreo que se desliza en el aire como una saeta, retumbando en las celdas de Monte Rosso, donde los insomnes durmientes cierran los ojos hasta los huesos del cráneo para no escuchar.
-Juan T…, ahora soy Juan T…- se dice mientras cae en cámara lenta en las fauces de las sombras gelatinosas que lo estrangulan. Se abraza a la manta que cae con él. En posición de animal agarrotado, sin registrar el tiempo sucedido se incorpora buscando algo, desafiando sombras encuentra un muro de granito, pasa las manos por las asperezas de la pared. – Aquí hay una ventana- decide con voz fuerte, un repiqueteo en su interior proclama: ahora sos Juan T… en busca de la luz.
En ese no tiempo se queda mirando la pared, donde comienza a refulgir un punto que se agranda hasta transformarse en un ventanal de traslucidos vidrios. Afuera hay un modesto jardín, canteros con flores, un árbol y un cerco de ligustrina de prolija forma, una puerta de madera y un camino serpenteante. Apoyada en el cerco una bicicleta.
El sol del mediodía brilla con intensidad, una mujer con pollera floreada rastrilla las hojas del otoño, un perro juega a su alrededor ladrando con alegría.
El perro se acerca al ventanal moviendo la cola, la mujer vuelve su rostro sonriente y lo saluda, lo invita a salir, con el gesto le indica el lugar donde está apoyada la bicicleta. Por un momento desaparece para volver con ropa que deja junto al ventanal y lo insta a salir de allí. Vacila, pero se decide, rápidamente cambia sus harapos malolientes y ensangrentados por la ropa limpia, dejada por la mujer.
Corre hacia la bicicleta, sabe que es Juan T… y que en el bolsillo interior de su chaqueta hay un documento con ese nombre, dinero y pasaje para el barco amarrado en el puerto marítimo, al final del camino.
El sol y el salado aire del mar le devuelven el color y la compostura. Sube a la bicicleta, mira hacia atrás y saluda a la mujer de pollera floreada que le devuelve el saludo.
Los hombres rudos, sombríos, son sancionados y serán investigados, el coronel a cargo de la unidad de detención clandestina de Monte Rosso, donde los insomnes durmientes ahogados en el silencio, cierran los ojos hasta los huesos del cráneo para no escuchar los gritos de la sangre desparramada, no cree en absoluto que León Seijas, el escritor subversivo, haya podido escapar del hoyo en el estado en que se encontraba, sin ayuda.
De él sólo quedaron en el lugar, sus ropas.